La sabiduría de los silencios
Cada vez que somos testigos de un exceso de palabras, vemos morir una esperanza. No es suficiente con soportar una cascada interminable de palabras e ideas; las proposiciones que las conectan se convierten en espacios vacíos para nosotros, ámbitos carentes de sentido, la punta de un iceberg de charlatanería que habla y dice mucho, pero nunca llega a traducirse en acciones concretas. Es un tipo de discurso que solo busca nuestra complicidad en la mediocridad de sus propuestas.
Quienes viven de la palabra, aquellos cuyo oficio está intrínsecamente ligado al arte de la comunicación, necesitan la coherencia entre su discurso y sus acciones para evitar que su conciencia caiga prisionera de la inconsistencia. Además, requieren sabiduría para evitar caer en discursos engañosos, en la mera interpretación de un papel que recitan con profesionalidad pero sin autenticidad.
Quienes viven en la palabra aprenden la sabiduría de los silencios. Permiten que sus acciones hablen por ellos, respetan los espacios vacíos en los encuentros y comprenden que la verdadera sabiduría a menudo reside en el misterio.
En este contexto, pienso en tres oficios que, por su compromiso y vocación, adquieren forma de ministerios: el político, el sacerdote y el maestro (por favor, entiéndanse en sentido inclusivo).
El político habla para persuadir y actúa para demostrar eficacia. Sus momentos de silencio son escasos y, cuando ocurren, perturban a los aduladores que solo desean retóricas vacías y temen a quienes actúan con coherencia. Cuando solo importan las palabras, se puede mentir o decir la verdad, como si fueran realidades intercambiables, lo que exige una recepción acrítica de ideas que a menudo están más cerca del entretenimiento que del buen gobierno. Necesitamos políticos sabios, según la propuesta de Platón, que actúen con inteligencia compartida en pro del bien común y eviten la superficialidad del sofismo infructuoso y las palabras huecas.
El sacerdote habla para hacer cercano el misterio y actúa como su testigo. Su silencio confirma una presencia, y su palabra encarna una Verdad más elevada, que crea, transforma y resucita, porque es Palabra de Vida. Cuando solo pronuncia sus propias palabras y se convierte en testigo de sí mismo, descuida la Vida por la supervivencia y su mensaje queda reducido a exigir credibilidad en lugar de auténtica fe. Necesitamos sacerdotes sabios, según el libro de los Proverbios (Un hombre sabio siempre piensa antes de hablar; dice lo correcto y vale la pena escucharlo), que sean prudentes en sus palabras, que las hagan vida, personas de fe y de oración, con un corazón lleno de misterio y de compasión, que prioricen escuchar antes que ser escuchados.
El maestro habla para revelar conocimiento y actúa como guía en el camino del aprendizaje. Sus silencios son oportunidades para que el discípulo exprese su propia comprensión de la realidad. El pensamiento del maestro debería ser precursor del pensamiento autónomo del alumno. Cuando solo transmite conocimientos, se guarda para sí todos los saberes y piensa que el mundo anda perdido sin su magisterio. Necesitamos maestros sabios, de los que se reconocen ignorantes, según la escuela socrática, y encuentran belleza en todas las cosas, capaces de inspirar a otros sin imponer su visión y sin temor a generar más preguntas que respuestas.
Lao Tse, en su Tao Te Ching, nos advierte: Los que hablan no saben, los que saben no hablan. Si nuestra sociedad no cultiva y busca políticos, sacerdotes y maestros sabios, que abracen tanto sus silencios como sus ignorancias, estaremos condenados a depender de líderes sociales, espirituales y educativos que valoran las formas sobre el contenido y olvidan el verdadero sentido de su ministerio.
Pedro Huerta