El espacio habitado

Busco habitar espacios, colonizar lugares, personas, incluso el tiempo. Es parte de mi código personal por apropiarme de las relaciones que me constituyen, necesito hacerlas mías, sentirme en casa, domesticarlas, como diría el zorro al Principito. No es una cuestión de propiedad sino de pertenencia, aunque los problemas comienzan cuando quiero saberme propietario y señor de ese espacio habitable, y la conquista elimina la presencia y el rastro del otro para plantar mi bandera y trazar una frontera de diferencia y de identidad excluyente.

Hacer habitables mis encuentros, sean con otros, con Dios o conmigo mismo, me compromete, desnuda cada una de mis obsesiones y me lanza a un mar de dudas, expectativas y esperanzas. Descubro, al menos, tres tentaciones que rondan este deseo.

La primera tentación es la obsesión por la decoración. Deseo levantar una casa de cada espacio que habito, sentirme cómodo y sin conflictos, que sea descanso de todas las batallas que prefiero mantener fuera y alejadas, y por eso lo decoro obsesivamente con mis cosas: recuerdos de los viajes que me ayudaron a conocer otros espacios que no eran míos pero reforzaron la idea de volver a casa y acercarme de nuevo; imágenes y cacharros que hacen propio mi espacio, símbolos de la conquista que me asegura paz y seguridad como refugio. Decoro mi espacio pensando que así lo hago habitable, aunque en realidad solo busco hacerlo mío, marcar territorio y distanciar lo que es otro.

La segunda tentación está en los monólogos, y esa manía por confundirlos con diálogos. Como ser social, dejo a otros a entrar en mi espacio, pero en lugar de hacerlo habitable, de regalar encuentros y abrirme a la escucha cálida y sincera, me cuesta tolerar invasores ajenos en mi ordenado pensamiento. Los monólogos se contagian fácilmente y acabamos creando vías paralelas que nunca se cruzan. Un yo y un tú que no son horizonte habitado de sentido sino presencias que cohabitan.

La tercera tentación es la de mantener puertas y ventanas bien cerradas, cortinas echadas, espacios interiores sin ventilar, siempre con el miedo a que salga lo bueno que he creado en mis habitaciones personales o que entre el polvo y la suciedad de ese afuera que no considero de todo mío. Lo propio es donde habito, un cosmos de protección que se hace infinito en la clausura que impongo a pensamientos, deseos y esperanzas.

Decorados, soliloquios y ventanas que son muros de aislamiento. Quiero ser, pese a todo, espacio habitado y bordear las tentaciones que desahucian todos los encuentros. El filósofo Henry David Thoreau me provoca y me resitúa cuando dice, No vine a este mundo para convertirlo en un buen lugar donde vivir, sino para vivir en él, sea bueno o malo. A vivir, entonces.

Pedro Huerta

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