Golpes de pecho

Ahora, que hemos comenzado una nueva Cuaresma, apetece nadar en aguas interiores, que por lo general son profundas y de fondos oscuros. Cuando llegan oportunidades así solemos reaccionar con cierta suficiencia, como si en realidad toda ocasión de conocernos mejor a nosotros mismos, y conocer el alcance de nuestras acciones, fuera algo que debieran hacer siempre los otros, porque nosotros lo tenemos resuelto y controlado. Así son las paradojas de nuestra mirada crítica: contamos con la capacidad de dudar, de cambiar los apoyos y experimentar con nuestras seguridades, pero también tenemos la capacidad de abusar de miradas unidireccionales, como si toda reflexión sobre el mundo dependiera únicamente de aquello que vemos y de cómo lo interpretemos. ¡Qué bien lo expresó Antonio Machado!: El ojo que ves / no es ojo porque tú lo veas; / es ojo porque te ve.

Una de las actitudes más escandalosas de quien quiere cambiar es la de cegar miradas ajenas, como si no pudieran tolerar que alguien más tuviera la capacidad de ver. Es un solipsismo terrible, un empoderamiento de las mejores cualidades humanas, no para crecer junto a otros, sino para sobresalir frente a otros, mirar por encima de los otros árboles del bosque para apoderarse de la sensación de saber y de ver lo que otros no saben ni ven. Tradicionalmente, hemos llamado a esta actitud fariseismo.

Define Rafael Sánchez Ferlosio a los fariseos como aquellos que construyen la bondad propia con la maldad ajena. Nos afianzamos en la creencia de que vemos bien, con el acierto que merecen nuestros méritos, pero lo hacemos convenciendo a los otros de que su vista está atrofiada, y que es esa dificultad para ver con definición lo que mancha su mirada. Esta construcción de la bondad propia carece de cimientos, se sostiene exclusivamente en ideas de autosuficiencia, adoptando los errores ajenos como puntales, que evitan el derrumbe de ideas largamente usadas para protegernos de las inclemencias.

Nos hacemos fariseos cuando ponemos la confianza en las máscaras, de ahí lo de la hipocresía, creyendo que su mueca conseguirá cambiar lo que realmente somos. Nos hacemos fariseos cuando escribimos un relato perfeccionista sobre nuestras decisiones, palabras tan bien enlazadas como artificiales. Nos hacemos fariseos cuando anulamos todas las miradas, especialmente las que se dirigen a nosotros, por miedo a que sean capaces de ver nuestros sótanos. En palabras del poeta Enrique García-Máiquez, Ten cuidado, cuando vayas a darte golpes de pecho, pueden sonar a hueco.

Pedro Huerta

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