Resistiendo

Pasamos una buena parte de la vida resistiendo, cavando trincheras con sabor a fronteras, posicionándonos ante lo que ocurre a nuestro alrededor. Se nos ha enseñado incluso a no confiar en las primeras impresiones, a no lanzarnos al agua sin haber hecho la digestión y, después, a nadar guardando la ropa.

Implicarnos supone encontrar nuestro espacio personal, tarea compleja para la que nos gusta sabernos preparados, tal vez por eso defendemos nuestras posiciones con uñas y dientes, la mayor de las veces literalmente. Resistimos las embestidas de todo aquello que nos desplaza de las conquistas personales; peleamos con monstruos, muchos de ellos fabricados por nuestros propios sueños; escondemos nuestras mejores armas por miedo a perderlas o desgastarlas.

Creemos que resistir es positivo porque nos ayuda a conocer las amenazas, pero nos equivocamos, porque cuando hacemos de la resistencia nuestra actitud vital solo buscamos dar razones a nuestros temores en lugar de integrar nuestras debilidades. Intuimos cesiones allí donde había oportunidades, callamos allí donde más necesario es expresarse, rescatamos etapas gloriosas de nuestro pasado allí donde más nos cuesta aceptar la realidad dolorosa del presente. Resistimos, levantamos barreras, forramos nuestras paredes interiores de espejos, nos quedamos a vivir en la indigencia de nuestras seguridades.

La peor resistencia es la que nos hacemos a nosotros mismos, a las intuiciones que nos invitan a salir de los palacios de autorreferencialidad y adulación. Nos cuesta porque nos convence de que el inmovilismo creativo nos protegerá de los errores y los fracasos, frente a todo lo que ahí fuera quiere cambiarnos. Las defensas de nuestra fortaleza, sin embargo, también nos protegerá de lo que necesitamos cambiar como condición de supervivencia, nuestro palacio se verá sitiado, sin salida, sin esperanza.

Una salida digna, aunque engañosa, a la resistencia es la asimilación, adoptar la apariencia de que aceptamos el uniforme con el que nos viste la vida: copiamos pensamientos y argumentos, pisamos con decisión el presente, repetimos soluciones, pero bajo nuestro disfraz seguimos manteniendo, pulida y brillante, nuestra armadura de resistencia, orgullosos de que nada nos cambie realmente.

Resistirme a resistir, no sé si es correcto decirlo así, porque también quiero resistir a los convencionalismos de lo impecable, y esto no significa que busque una anarquía ética, más bien busco y necesito que los encuentros no comiencen trazando fronteras, definiendo posturas de lo que pensamos y traemos en los respectivos equipajes vitales. Resistir me encadena, me condena a ver e interpretar todo como sombras en una caverna que me promete pensamiento seguro robándome el pensamiento propio.

Pedro Huerta

Anterior
Anterior

El vaso lleno

Siguiente
Siguiente

Dejarse aconsejar