El día a día de Ramón Campos

Desde muy joven he entendido que la vocación es algo dinámico, algo que se va haciendo cada día, que es una respuesta al Dios que me llama y me sigue llamando en cada momento. Por eso entiendo que la vocación está muy fuertemente vinculada a la oración. En la oración es donde uno le pregunta a Dios, donde va descubriendo, qué es lo que él quiere que vaya uno haciendo en los diferentes aspectos de las realidades concretas de la vida de cada día. En la respuesta a esa llamada –con sus altibajos de fidelidades e infidelidades– es donde de hecho se va urdiendo y encarnando la realidad de la propia vocación.

Como ya acumulo bastantes años y la cabra –dicen– siempre tira al monte, acumulo algunos hermosos recuerdos de vivencias vocacionales fuertes. Recuerdo con agrado, por ejemplo, cómo cuando era más joven me sentía misionero, enviado de Cristo, a llevar la alegría y la libertad del evangelio a la gente del distrito que me había confiado. Casi siempre entraba en el territorio a pie por la montaña de Ambohidanérana y allí me detenía un largo rato para contemplar a mis pies el valle entero del río Kiranomena, que da nombre al distrito y coincide prácticamente con el territorio del que era responsable. Iba situando en el terreno las diferentes poblaciones y recordaba ante el Señor a sus pueblos y aldeas y a las gentes que vivían en ellas y se las encomendaba al Señor, haciéndome consciente de que yo era su presencia entre ellos. Con frecuencia, cuando me acercaba a un poblado, salía a recibirme el catequista y gran parte de los cristianos y caminábamos en procesión hasta la iglesia mientras cantaban: «Tú eres Pedro, cabeza de mi Iglesia…» y yo sonreía en mi interior y le hablaba al Señor pidiéndole que de verdad fuera capaz de hacer presente su amor y su misericordia a esa gente con la que caminaba.

Una sensación parecida experimentaba cada día cuando, en mi estancia en la capital de la isla fui responsable de la parroquia de Manjakaray. Nuestra casa se encuentra en la falda de la colina de Soavimbahoaka, a cuyos pies se desparraman en abigarrado desorden las casas y chabolas de los feligreses. Cada mañana, al ir bajando por la larguísima escalera que me acercaba al corazón del barrio quería sentirme unido al único Pastor y le iba pidiendo que me hiciera capaz de actuar siempre como él lo hubiera hecho.

Algo parecido he vivido y sentido cada mañana de los treinta años de mi estancia en Alcorcón, cuando, después de la oración con mis hermanos de comunidad, descendía unos tramos de escalera para encontrarme con los alumnos de la ESO o bachillerato e intentaba explicarles lo que es la religión y las religiones y la utilidad que tienen en la configuración de la propia persona y de la sociedad…

En esta última etapa de mi vida, ya sin tareas ni responsabilidades importantes, la orientación de mi vida y de mi vocación siguen siendo las mismas. En el encuentro con el Señor –qué afortunados somos de tener programados cada día tres encuentros comunitarios con él, además de la misa– intentar descubrir qué es lo que él quiere de mí en este día e intentar responder lo mejor que uno pueda en los pequeños servicios que haya que ir prestando, tanto en casa y en la parroquia como a las personas que él vaya poniendo en mi camino.

Ramón Campos

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