¡Qué locura Lorenzo!

¡Qué locura Lorenzo! … Son las palabras que continuamente me decían y repetían todos cuando yo les hablaba del camino vocacional que había empezado a recorrer para ser en mi vida religioso-trinitario y sacerdote.

Tuve la suerte -o la gracia- en mi discernimiento vocacional de tener a hombres y mujeres que me ayudaron a encontrarme con el Dios del camino, de la escucha, de la palabra, de la bondad, de la entrega en gratuidad, de la justicia, de la paciencia… todos ellos me han traído hasta aquí y me han ayudado a caminar y a crecer; de todos ellos estoy profundamente agradecido.

Amigos, todo comienza cuando nazco, cuando siento a mi alrededor unos padres que me quieren, que me miman, que me manifiestan diariamente el cariño que tienen hacia mí, que me enseñan a que sea libre y pueda desenvolverme en la vida con madurez y por mí mismo.

En su amor, decidieron bautizarme, quizás siguiendo una costumbre, pero creo que fue, sobre todo, por comunicarme aquello que recibieron de sus padres-mis abuelos: la fe.

¡Y qué bonito resulta recordar ahora mi infancia, con todos aquellos momentos en los que fueron puestos los cimientos de mi vida, de mi ser!

Y es en mi juventud, sobre todo, cuando inicio una historia auténtica de relaciones, de ir comprendiendo la misión a la que he sido llamado y destinado.

Así, percibo el don de la vida, que desde el primer momento me viene dada como un regalo, y la única respuesta de aceptación es decirle al Señor, aquí estoy para vivir y actuar según tu voluntad.

En este momento inicio el camino que me conduce a entregarme por entero al Señor y a los hermanos, que me conducen a encontrarme en todos los hombres el rostro sufriente, pero resucitado de Cristo.

Me dejo guiar por Aquel que me conoce, por su Espíritu que obra maravillas en mi vida y que me devuelve la paz a mi corazón.

Ese Espíritu que da sentido a cuanto realizo y me impulsa, sin miedos vanos, a la aventura de la vida con todos los hombres, sin importar la condición social, la raza o el color de la piel, aceptando sus diferencias porque en ellas está su gran riqueza, aportándote todo aquello que de carencia hay en ti.

Y decido donar mi vida y consagrarla a vivir con Él para los demás. El amor que llego a percibir y la experiencia que realizo en lo más profundo de mi mismo, me llevan irremediablemente a los demás, a trabajar por la justicia, a levantar al aplastado y a devolverle la dignidad perdida.

El amor me lleva a reconciliar el mundo, a la criatura con su creador. Me lleva a hacer presente el Reino de Dios en el interior de los hombres.

Así, un buen día, me siento consagrado porque le pertenezco, porque me siento todo suyo y enviado a su misión.

Una misión que lleva consigo una vida de pobreza, en la acogida más radical y total de los demás, sin estar sujeto a todo aquello que impide ver el sufrimiento de los hermanos.

Una vida de castidad, sin nada que te limite o te ate a un lugar o a unas personas determinadas.

Una vida en obediencia, en un diálogo continuo en busca de la voluntad de Dios.

Desde ahora, Él será siempre mi palabra y su palabra será mi hacer y mi actuar.

Porque su misión es mi misión, su pensar es mi pensar: no soy yo quien vive en mí, sino Cristo.

Y vivo para servir y no para servirme.

Es la comunidad la que me hará sentir a Cristo de este modo.

Es en ella y desde ella donde estoy llamado a vivir mi consagración y mi ministerio.

Y es en el servicio a ella donde lo comprendo.

Ahora estoy llamado a presidir esta comunidad, pero no como el que se coloca en lo alto del pedestal, sino como el que se agacha para lavar los pies polvorientos y cansados, en la humildad, la sencillez y la transparencia del que se sabe el último, del que sólo quiere hacer presente a Cristo.

La misión es hacer realidad el sueño de Dios, que es nuestro sueño.

Se trata de hacer del mundo una sola familia, teniendo siempre los ojos de nuestro corazón puestos en Él.

Ahora comprendo todo cuanto hicieron mis padres para que conociera el don del amor.

Y, comprendiéndolo, veo que es maravilloso y no por haberlo oído, sino por haberlo experimentado.

Vale la pena vivirlo y comunicarlo, vale la pena compartirlo.

   Lorenzo Aldasoro Albizuribe + O.SS.T

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